Errentería, 1977. Bea (Alícia Falcó) ayuda a su madre en la casa en la que trabaja como asistenta. Con su padre en la cárcel, su familia hace aguas, viendo como Feli, su madre (Itziar Ituño), es prisionera de su tiempo, de su situación concreta. Comprometida con el espacio temporal que le ha tocado vivir, Bea clama y lucha, junto a sus amigas, por tiempos mejores para ellas, para todas. Un tiempo que se ve truncado cuando conoce a Miren (Elena Tarrats), la nieta de la acaudalada familia donde trabaja su madre. Hecho que le despertará sentimientos encontrados, desconfigurará sus prejuicios iniciales, y le hará comprender que la lucha es de todas, indiferentemente de aquello personal que nos atraviesa. Y es que, en la lucha, son importantes ‘las buenas compañías’.
Unas compañías que pueden ayudarte a crecer, a ver el prisma, a diferenciar entre aquello particular y lo general pero que, en el fondo, nos atraviesa a todas. Sílvia Munt lo ilustra muy bien en su film: la lucha es común y atraviesa cualquier clase social, cualquier condición vital de la persona. Unas condiciones, unos estamentos, unas situaciones que muestra muy bien en el paralelismo de dos personajes: Belén (Ainhoa Santamaría) y Miren (Elena Tarrats).
Ambas embarazadas, ambas mujeres, ambas custodiadas por un hombre —el marido en el caso de Belén y la familia heteropatriarcal en el caso de Miren— y las dos de diferente clase social. Belén se practica un aborto ella misma, falleciendo por una infección. Y Miren huye, gracias a la ayuda de Bea, a Francia a abortar ya que,económicamente, se lo puede permitir.
‘Las buenas compañías’, es un coming-of-age, cine social y cine histórico donde se demuestra, del hecho concreto al generalizado, de la persona al grupo social, la importancia del discurso, de la lucha y cómo éste sí tiene una aplicación práctica final. Demuestra que, vengamos de donde vengamos, la lucha es necesaria y efectiva. Una lucha que, acompañadas, es siempre mejor.

