’DANIELA FOREVER’ O CÓMO PUDO HABER SIDO Y NO FUE

No todo se puede controlar, no todo nos pertenece. Nicolás (Henry Golding) es un dee-jay que está provando suerte en Madrid. Allí conoce a Daniela (Beatrice Grannò), el amor de su vida. Un amor que se desvanece cuando ella muere atropellada. Un amor que lo arrastra a una desesperación en el recuerdo que de ella le emana. Desesperación que, vista por su amiga Victoria (Nathalie Poza), ésta le llevará a un tratamiento médico experimental en el que tiene sueños lúcidos. Sueños donde podrá controlar él mismo todo aquello que sucede, todo aquello a evitar, todo aquello que quiere vivir. Unos sueños que, sin seguir las pautas médicas establecidas, arrastrarán a Nicolás a un paroxismo voluntario, un control desenfrenado y unas ataduras condenatorias. Y todo por tener a ‘Daniela Forever’.

Un para siempre que se desvanece incluso en los sueños y esa ambición de control que emanan. Sueños lúcidos que, de vuelta a la realidad, parecen el espacio deseado hasta que, justamente, dicho espacio te va comiendo, te va atrapando, te va consumiendo: lo insoportable de ésta vida se vuelve inviable y asfixiante en las ensoñaciones. El duelo de un ser querido, sin importar el espacio que ocupemos y le demos, siempre nos persigue, siempre nos invade, con indiferencia del formato con el que nos aproximamos.

Nacho Vigalondo realiza una película en la que elabora un discurso sobre el duelo y el modo en el que, de un modo occidental, nos acercamos a él. Un duelo en el que, como occidentales, lo que nos cuesta más es el dejar ir, el aceptar que dicha persona ya no forma parte de nuestra dimensión presente. Y dicho discurso, presente durante todo el metraje, hace incisión en lo que nos cuesta elaborar ese proceso. Nos cuesta porque no nos han enseñado a lidiar con ello, como se ha convertido en una lección que, ya sea en sueños lucidos o en la realidad, no aprendemos.

‘Daniela forever’ es la cárcel del ‘lo que pudo haber sido y no fue’.

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