’THE ETERNAL DAUGHTER’ Y NUESTROS FRAGMENTOS

Julie Hart (Tilda Swinton) lleva a su madre (Tilda Swinton) a pasar unas vacaciones a la casa de campo donde veraneaba de joven, ahora convertido en un hotel enigmático. En medio de la campiña inglesa, en the Cotswolds. Allí, entre niebla, pocos huespedes, una recepcionista (Carly-Sophia Davies) de formas extrañas, Bill (Joseph Mydell) el hombre de mantenimiento, el jardín, la habitación en la que se hospedan, el salón en el que mandan las invitaciones y el comedor donde cenan lo mismo, madre e hija comparten recuerdos y visiones. Unos recuerdos que acaban inundando cada espacio de la antigua mansión, inundando cada espacio de sus mentes. Y retroalimentándose. Como se retroalimentan los roles de ellas. El de la madre y el de ‘la hija eterna’.

Una hija, Julie, que intenta, en ese retiro, escribir el guión de su próxima película sobre su madre. Un guión que no sabe del cierto si tiene el derecho de que vea la luz, de contar algo ajeno y propio a la vez, que hace que se tambalee su papel como hija.

Una hija que recorre pasillos, habitaciones y jardines para focalizarse en la felicidad de su madre, en las memorias que ésta le relata. Y un relato que intenta expresarse desde los espacios, desde aquello que habitamos aunque no estemos, desde aquello que construimos desde el presente en un pasado remoto que, a lo mejor, ni hemos habitado.

Joanna Hogg plantea, en esta deconstrucción espacial, mental y de roles, qué es nuestro y qué de quien nos ha criado. Nos presenta un espacio onírico en el que casi todxs hemos estado y en el que nos hemos cuestionado qué es inherente a unx y qué es aprendido, heredado. Visitar dichos fantasmas, que habitan el hotel pero también la mente de Julie (Tilda Swinton), quizás nos vislumbre sobre los límites formacionales que tenemos como personas o, por el contrario, los disuelva para mostrar que, realmente, la identidad de unx es una construcción con fragmentos de otrxs.

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