El cine puede ser una herramienta reflexiva para valorar, para bien, para mal o para cualquier otra dirección, nuestra vida. Tommaso (Willem Dafoe) es un artista audiovisual americano residente en Roma. Allí, junto a su hija Deedee (Anna Ferrara) y su mujer Nikki (Cristina Chiriac) valora su vida entre escribir, dar clases de interpretación, conectar con su familia y mantenerse sobrio para poder llevar un equilibrio, el suyo, que parece que nunca llega; una especie de autoreflexión cargada de identidad que, parece, se esfuma. Ese es ‘Tommaso’.
En una Roma contemporánea donde los estímulos parecen llegar de cualquier lugar, Tommaso (Willem Dafoe) se encuentra inmerso en una cotidianidad donde Nikki (Cristina Chiriac) es más joven que ella, hecho que le supone una barrera no sólo con ella sino con Deedee (Anna Ferrara) la hija en común.
Cotidianidad que tiene dos principales puntos de fuga: las clases de interpretación dadas por Tommaso (Willem Dafoe) y su asistencia a alcohólicos anónimos. Ambas para soltar; desfogarse. Desfogamiento que se ve atrapado por, como dice una compañera de AA, las relaciones interpersonales dominadas por una subordinación o dominación y que, al mismo tiempo, dichas relaciones se ven dictadas por lo que cogemos y damos a las personas con las que nos relacionamos.
Puntos de fuga que, para el personaje, más bien que reducirlo todo a una aparente sencillez, define su mundo a una complejidad que le acabará dominando, pues no será capaz de entender y ni se plantea si el entender es necesario. Un proceso creativo basado en la metaescritura de su relato, de sus clases de interpretación, de sus reuniones en A.A. y de su vida personal.
Abel Ferrara nos traslada a su momento y, por ende, a su mundo en dicho tiempo. Un espacio-tiempo donde lo relacional y lo que va más allá de ello, describen más nuestra identidad que nosotrxs mismxs como ente en sí.
‘Tommaso’ es un alter ego atrapado en la relacionalidad que lo lleva a una catarsis por los estímulos de la contemporaneidad y por la no-situación del propio ser. Un ser que comparte pantalla con el/la espectadorx pero que nunca se encuentran, aunque sí parece cruzar la mirada.
Un espectáculo, el del relato vital, que, según del lado del espejo del que estés, se vive completamente diferente.