Todxs tenemos un precio. Venderse para sobrevivir, para huir de una guerra, para pisar suelo seguro. Sam Ali (Yahya Mahayni) ha huido de Siria al Líbano, donde, entre inauguración y presentación de galerías de arte —donde aprovecha para comer—, conoce a Jeffrey Godefroi (Koen De Bouw), artista reconocido el cual le ofrece un pasaporte hacia Europa. Pasaporte que pasa por vender su piel.
Una piel, un cuerpo, una persona, que llega en la funda del asiento del coche de su hermana a Beirut. Un Beirut que destina a Sam (Yahya Mahayni) a malvivir en una habitación compartida mientras trabaja en un matadero de pollos. Una existencia que ve la huida cuando le ofrecen dar su espalda para un tatuaje a modo de obra de arte a cambio de poder viajar con otro estatus legal que no sea de refugiado.
Un intercambio que lleva a Sam (Yahya Mahayni) a ser más mercancía que persona, a un valor “superior” por la tinta que alberga su piel. Le lleva a la paradoja del capitalismo exacerbado: las mercancías son más libres que las propias personas. Una mercancía acaba fundamentándose en discursos artísticos obviando lo humanista que hay en ella de persona.
Una mercancía que, en dichos discursos, es, precisamente, cuando cobra valor monetario: sólo por el reconocimiento del artista, el valor fugaz de la obra (incrustada en el cuerpo de Sam) y un mercado del arte que juega con las mismas reglas del capitalismo exacerbado.
Kaouther Ben Hania nos fusiona las lógicas discursivas irreverentes en el mundo contemporáneo donde las dobles morales guían la conducta humana. El director parte de tres temas: refugiados, el cuerpo como mercancía y el negocio del arte. Temas que le valen para mostrar la dehumanización existente en un mundo donde, como las tradiciones de sus fotogramas, cada vez se inclina más hacia la belleza, hacia lo estéticamente agradable a la vista.
‘El hombre que vendió su piel’ es el reflejo del discurso deshumanizado y deshumanizador que nos rodea.