Atrapados en la cárcel. Un edificio del siglo XIX está siendo desalojado. Mientras esperan la reubicación, doce presos quedan estancados en este edificio perdido en territorio italiano donde, junto a los vigilantes, deben permanecer recluidos hasta que sepan su nueva destinación. En un ambiente estricto, de polos enfrentados, las normas se van disolviendo. Una disolución que hará que se detenga el aire, el tiempo. Un contexto de ‘Ariaferma’.
Contexto que se ve situado entre la delincuencia y la vigilancia de ésta como medida de contención, de ojo que lo ve para observarlo y detenerlo, no para remediarlo. Un remedio que viene obviado por la presunta repetición social que se le otorga al sujeto delictivo.
Un delincuente que, aunque lo olvide, lo sigue siendo. Como le ocurre a Bertoni (Antonio Buíl). O un mafioso que, aunque humanizado, lo sigue siendo. Como le ocurre a Carmine Lagioia (Silvio Orlando).
Unas determinaciones que, en los instrumentos del panóptico, en los vigilantes, también se ven reconstruidas por la violencia innata que deben aplicar, de serie, sobre los presos. Haciendo que la ausencia de ésta se vea como una debilidad.
Debilidades que se difuminan en la cocina, cuando Gaetano Gargiulo (Toni Servillo) tiene que vigilar a Carmine Lagioia (Silvio Orlando) cuando hace la comida para que no haya una revuelta de los presos. Un ambiente que los sitúa en una relación, mediada por el panóptico estatal, casi igualitaria. Una igualdad que sólo se observa en lo teórico y desprendida de las connotaciones de sus posiciones en dicho edificio del siglo XIX.
Unas connotaciones que Leonardo Di Costanzo juega con ellas a un nivel superior usando la cocina y la mafia como tópicos italianos. Tópicos que, desprendidos de su espacio que los alimenta como estereotipos, quedan desmigados en un diálogo inocuo de dos entes en directa codependencia.
‘Ariaferma’ es la tensión constante del contexto cuando éste se deshilvana y deja paso a lo que hay detrás del telón.