¿Cuál es el lugar que habitamos? ¿Cómo nos relacionamos con nosotros? Algún día seremos ancianos. El paso del tiempo es efectivo para todo el mundo. Un tiempo y un lugar que intentamos habitar con lo que tenemos; con lo que podemos; o con lo que creemos que somos o, al menos, con lo que nos dicen que somos.
Somos cuerpos habitados por un ser; una alma; un neshamá; un espíritu; una razón; un sinquerer o, simplemente, por algo que nos impulsa a seguir. Seguir, aunque sólo sea por curiosidad, por saber qué pasa, quienes somos, qué somos y quien nos asignan los demás sobre el qué somos.
Aquí, lo personal es político. Las percepciones sociales e individuales de las personas son narrativas específicas; construccionistas, sobre nosotros, nuestro cuerpo y nuestros actos. Pero, en el fondo, todo esto no es ‘nuestro’. Es un ‘nuestro’ compartido.
Maura (Jeffrey Tambor) es ese ‘nuestro’ compartido. Es un lugar habitado. Habitado por lo político. Por la asignación del contrato social heterosexual. Contrato basado en la genitalidad. En esa correspondencia entre la posesión social del cuerpo con lo que realmente una habita como persona: su cuerpo.
Arriba, abajo. Dentro, fuera. Blanco, negro. Izquierda, derecha. Rubio, castaño. Alto, bajo. Simpático, antipático. Viejo, joven. Día, noche. Religión, razón. Dual; binario. Ese es el comportamiento social enseñado. Una lucha para entender lo que ‘hemos pactado’ en el contrato social y la piel que habitamos. Piel, por otro lado, diseñada por el mismo contrato.
Contrato que, como contrato que es, es desigual. Desigual en cuanto a nuestro ser y a nuestros constrictos sociales. Enfoque binario que se muestra cuando Maura acude a un festival específicamente para mujeres nacidas mujeres. Cuando llegan los hombres a limpiar los baños del festival y ellas gritan “Man on the land”. Cuando Maura se siente en tierra de nadie; no es hombre pero tiene pene. No es mujer porqué no tiene vagina. Es mujer porqué lo siente y es hombre porqué no nació mujer.
Transacciones. Cambios. Renacer o, simplemente, volver a nacer. Renovarse. Renovarse y, por ende, dejar morir lo anterior. La transexualidad se dibuja aquí como una transición. Un viaje a un lugar al que deseamos llegar y habitar pero no lo hacemos; no llegamos.
Josh (Jay Duplass) también se encuentra en esa transición; en ese mismo contrato social. Su dualidad entre la búsqueda de una vida tradicional y el carpe diem constante lo lleva a plantearse la propiedad de su cuerpo. La idea, simple, de quién lo habita a él mismo y cómo lo habitan los demás.
Un reflejo es Shea (Trace Lysette) que lo lleva a cuestionarse lo masculino, lo femenino, la transición entre lo binario, la correspondencia —si es que ha existido nunca— entre los cuerpos, y ansiada vida tradicional que parece inexistente.
Sarah (Amy Landecker) es lo opuesto a Josh y lo similar en la búsqueda constante del propio cuerpo en el espacio; del ser. La que más ha aceptado el contrato y la que más intenta desbordarse de él. Vida normal pero busca emociones. Emociones que desbanquen esa misma vida normal.
La sexualidad es un campo donde unx mismx se descubre. Son dos cuerpos o más explorándose. Llevar el cuerpo al dolor puede ser placentero, confrontarlo con tu misma genitalidad, o compartir tu cuerpo y el de la persona que amas con un tercero pueden ayudar a esa transición.
Sarah Pfefferman está en esa búsqueda constante. Esa experimentación. Experimentación que corresponde, en últimas, a lo propio. Pero, una vez más, lo propio, también, inundado por lo ajeno.
Ali (Gaby Hoffmann) es un mundo a parte. Vive en un mundo aparte, pero en la tierra. En Los Ángeles, Estados Unidos. Allí comparte espacio con su familia pero también crea sus espacios. Espacios definidos por el contrato social. Por lo binario, tanto física como mentalmente. Espacios que explora en relación con su cuerpo, sus ideas y la relación de las ideas sobre los cuerpos.
Qué cuerpo habita y cómo habitan su cuerpo. Esa es la búsqueda de Ali. Búsqueda de un lugar fuera del contrato social, fuera de los límites impuestos. Son las visitas al pasado, constantes, lo que conecta con su presente y su futuro. Es el juego de la hiperfeminidad enfrente de una hipermasculinidad pero con vagina, como en aquel capítulo de la segunda temporada.
Roles. Roles que, al final, acaban apoderándose del propio cuerpo. Ali descubre, en Israel, que no se siente bien con su género. Género que, por ende, es asignado socialmente, al igual que el sexo. Así, no es una disconformidad con el ser. Es una conformidad obligatoria y todo lo que salga de ahí, es entendido como lo otro; lo paralelo; lo ajeno.
Shelly Pfefferman (Judith Light) es un halo de luz sobre el entendimiento. No demuestra disconformidad con su género, con su sexo, con su cuerpo, con su ser. Demuestra una contemplación ajena del contrato social binario. Demuestra que querer es poder. Querer entender es más poderoso que aceptar sin más.
Mario, su alter ego, es su otro yo. El otro yo que reproduce lo heteronormativo porque, para entender las cosas, hay veces que tienes que estar en ellas; serlas, para, así, desbancarlas. Es también, a través de las clases de interpretación, donde “nace” Mario, donde nace la conciencia de Shelly por el cuerpo; por el propio.
‘Transparent’ es transparente. Es un lugar donde se muestra la transición. Transición entendida como evolución, ya sea física o mentalmente. Es ese lugar donde el contrato social heteronormativo tiene cabida. Pero tiene cabida sólo como punto de partida, no como punto de retorno. Es, en definitiva, sobre cómo el cuerpo, en el sentido más terrenal y más espiritual, es un camino sobre y hacia nosotrxs. Nosotrxs entendido como aquello ajeno y propio que nos mueve, que nos hace parar y, después, continuar.