1843. Diez años han pasado de la primera guerra carlista. Entre matorrales, árboles como pilares, musgo, y una densa neblina, habita un herrero (Kandido Uranga) en su solitaria casa. Casa que, entre los bosques alavenses, despierta temores en los habitantes de la aldea vecina. Una aldea donde, un día, llega Alfredo Ortiz (Ramón Agirre) comisario de la diputación que se presenta para investigar la herrería. Herrería que se ve sometida a todo tipo de adjetivos los cuales serán destapados por la mano inocente de Usue (Uma Bracaglia). Una mano que forjará el infierno en nuestro plano terrenal: ‘Errementari’.
Un plano terrenal, el del siglo XIX, donde la definición del bien y el mal estaban altamente definidas por la visión cristiana. Una visión que, pese a las diferencias, servía de cohesión social aunque dicha cohesión fuera un arma más de control que de relación entre semejantes. Semejantes que, aunque la iglesia lo predicara, no se fundamentaban como tal. Semejantes que se veían correlacionados entre sí por la efervescencia colectiva que suponía la implementación de dicho bien y dicho mal.
El mal como aquello ajeno, aquello extraño o que no podemos, en nuestra normalidad, explicar. La supervivencia de Patxi (Kandido Uranga) a la guerra carlista sólo se puede deber a un pacto con el Diablo ya que Dios no lo permitiría. Igual que Dios no permitiría la insurrección de Usue (Uma Bracaglia) o acoger en su seno a la madre de ésta, la cual se suicidó.
El bien justifica, a la par, todo el mal: la venta del alma de Patxi (Kandido Uranga), el destierro al infierno de la herrería de Usue (Uma Bracaglia) y la inexistencia de una mujer, la madre de Usue, alienada de una vida cristiana. Sartael (Eneko Sagardoy) es, así, la representación de la dualidad de las personas que habitan en esa época y en ese plano terrenal.
Un plano terrenal que Paul Urkijo Alijo nos ilustra en una extensión de la mitología vasca destacándonos como seres insertos en una dinámica social que justifica la actuación comunal enfrente de la individual. Un filme con un lenguaje corporal, espacial y auditivo excelente en el que la búsqueda del punto medio aristotélico sirve como guía y freno a la efervescencia colectiva que aclamaba Émile Durkheim.
‘Errementari’ es el recordatorio de que a veces hace falta bajar a los infiernos.