Una muerte, dos hermanos enfrentados y los mejores machos cabríos. Más de 100 km por delante para cumplir la última voluntad del fallecido, del padre, de Guillermo Cabrera: entregar dichos machos cabríos a la familia que posee la empresa productora de queso antagónica a la suya, a ellos. Una antagonía que parece infinita, como la isla que habitan, como los machos cabríos. Pero todo tiene su fin, incluso ‘rendir los machos’.
Un rendimiento que no son capaces de realizar, pues la última voluntad de Guillermo, del padre, lleva a Alejandro (Alejandro Benito) y Julio (Julio César) a un espacio físicamente desértico, con semblanzas de eterno, dentro de una isla donde el aislamiento entre ellos se convierte en una interctuación completa y únicamente física, en el estar ahí.
Un estar ahí que vemos constantemente en la pantalla, a través de imágenes estáticas donde, cual escenario, transitan los machos cabríos guiados por los hermanos e incluso los demás elementos que la componen parecen contemplar dicha imagen, cual espectadorxs.
Unxs espectadorxs que ven, desde una perspectiva contemplativa, unos juegos de poder, miradas, gestos e influencias en acción. Influencias, como la religión cristiana, que ocupa su espacio como ritual de paso y, a la vez, contemplativo. Como cuando Pantaleón pone a dialogar la comunión de la hija de Alicia —sobrina de Alejandro y Julio— con la venta y entrega de los machos cabríos a Don Oswaldo, dueño de la quesería antagónica de los Cabrera.
Así, Pantaleón entra en el largometraje con el gran imaginario que ha desarrollado en sus cortos, recalcando la religión, las relaciones humanas y el poder que ejercen en ellas el entorno en el que se dan lugar, en una imagen y una historia entre lo etnográfico y lo ficcional.
‘Rendir los machos’ es una mirada a las relaciones humanas desde todos aquellos estamentos que las atraviesan desde una perspectiva etnográfica y contemplativa, en un escenario pausado en el que, quien lo ocupa, avanza.