A una hora del D.F. se sitúa Santa Lucía. Un pequeño pueblo donde sus habitantes viven sus rutinas desde una violencia intrínseca al lugar, al espacio que ocupan. Un espacio dictaminado por la violencia omnipresente e instaurado en las diversas significaciones de aquellxs que lo habitan. Un pasado y un futuro desvanecidos en ‘Las hostilidades’ del presente. Desvanecido en aquellas contradicciones que asignan los espacios.
Un pequeño pueblo, formado por pocas cuadras, donde se hospedan los sueños, las represiones, el pasado, los miedos y las acciones de sus habitantes. Habitantes que relatan el cómo, el dónde y el por qué ocupan dichos contra-espacios fuera del vértice. Un vértice que los ha llevado a los márgenes, de donde surgen todo tipo de creatividad, de lugares comunes, de lejanos, una comunidad. Un trueque que refuerza, precisamente, dicho sentido de pertenencia.
Una pertenencia que, desde la cámara—bolígrafo del director, se dibuja con un áurea de violencia omnipresente en los relatos que vamos escuchando. Una violencia que presentimos en el día a día, en las acciones relatadas, en la supervivencia. Pero que, a la misma vez, ocupa espacios de felicidad. Una felicidad que converge en la comprensión y el situacionismo.
Felicidad que se dibuja en los rostros de lxs niñxs que pasan el domingo juntxs mientras se realizan peleas de gallos viscerales. O que se consigue borrándose un tatuaje con una lija para entrar al ejército mientras te estás realizando otro.
Unos relatos, al fin, que construyen un trencadís de contra-espacios en respuesta al espacio que se ocupa, al pueblo en donde se vive, que, en el fondo, determina nuestras acciones aunque nuestra voluntad influencie.
M. Sebastián Molina realiza un documento etnográfico audiovisual que se sostiene en un breve periodo de tiempo. Un tiempo que se verá transformado por dicho trencadís de personas que habitan Santa Lucía y que la llenan con contra-espacios bien definidos.