Con las manos deformadas, arrugadas, escondiendo historias que sólo residen en su memoria, a sus 89 años, Oleg Nikolaevich Karavaychuk era capaz de despertar esas artes dormidas, ajenas en el mundo en el que vivimos y reservadas a un grupo reducido de gente, a una alta cultura que parece inexistente pero que sigue latente en nuestra sociedad. Son esas raras artes. Mas bien ajenas a la mayoría. Es él, ‘Oleg y las raras artes’.
El palacio de invierno de los zares de Rusia. Sant Petersburgo. Oleg nos recibe en los pasillos. Nos cuenta su perspectiva de la perspectiva que tendríamos que tener de la historia y hemos perdido por otros asuntos con muchísima menos importancia. Nos cuenta la correspondencia entre lo corpóreo y lo ideológico. Entre la realeza y la música. Y cómo su música empezó a relacionarse con la realeza.
Después, entre arboles y la falta de uno de ellos, Oleg nos visualiza su casa de Komarovo y la de su vecino. Vecino que ha tenido que talar su árbol favorito para poder construirse una sauna. Para Oleg, una fatalidad de la ambición por la ambición que impera en la actual Rusia. Una muestra más de que la humanidad, para él, está centrada en otros asuntos nada importantes.
La música es un asunto realmente importante. Para el chico de la boina —como se le conocía a Oleg— ésta es capaz de hacernos desprender de nuestros conceptos, de nosotrxs mismxs e incluso de nuestras percepciones en el entorno pero, a la vez, también tiene la capacidad de reponer conceptos, a nosotrxs mismxs o componer nuestro entorno. Es una simbiosis entre cuerpo, piano, música y el instante. Ése es el proceso creativo de Oleg.
Andrés Duque, director de este documental, nos lleva de visita al mundo de Oleg Nikolaevich Karavaychuk. Nos lleva a visitar su proceso creativo. A visitar su visión política del mundo. A visitar su relación con la realeza y la KGB. A visitar la mitología del mito. Nos lleva a una conversación. A tomar un café con Oleg. A una de sus más bellas apariciones. Nos acerca a la belleza.