De miserias vive el hombre. Concretamente, vive Felix Grandet (Olivier Gourmet). En Saumur, donde posee casas, tierras y toneles de vino. En París vive François Grandet, su hermano, que posee inmuebles, tierras, toneles de vino y deudas. Muchas. Deudas que harán que su hijo Charles (Cesar Domboy) se refugie en casa de su tío Felix. Refugio que se verá alterado por la presencia de Charles que trastocará el universo del ávaro de su tío y el destino de su prima ‘Eugénie Grandet’.
Destino que, en provincias, en Saumur, se ve regulado por el conflicto de intereses constante como forma reguladora. Una fórmula que Felix (Olivier Gourmet) aprovecha para sacar máxima rentabilidad debido a sus conexiones con el notario, el banquero y su propia reputación como respaldo fructífero para sus intereses económicos.
Intereses que se expanden más allá de lo material, invadiendo la carne de su carne. Invadiendo a su hija como ser de su propiedad y a su servicio, controlando quien la desposará. Unos pretendientes que, a ojos de su padre, ninguno lo hará pues prevalece la pertenencia del ser a la felicidad de éste.
Un ser, Eugénie (Joséphine Japy), capitalizado por seres masculinos y masculinizadores del entorno. Un entorno que actúa por ellos y para ellos dejando desvanecer lo que no hace que perduren, como la madre de Eugénie y esposa de Felix, que muere enfermada por dicho entorno; por la avaricia de su esposo.
Marc Dugain nos (re)presenta esta historia patriarcal y capitalista en un contexto histórico al que no estamos acostumbrados. Historia que, a pesar de sus aires románticos, alberga un concepto importante: la elección última siempre depende del individuo pero, dicha elección, viene condicionada —que no dictaminada— por el contexto. Cuando dicho contexto se disuelve o se simplifica, más libre es el individuo.
Lo último de Dugain nos recuerda a su anterior film ‘L’Échange des princesses’ en cuanto a fotografía y la excelente interpretación de Olivier Gourmet —como ya hizo en ‘Ceux qui travaillent’— hace que odiemos a su personaje. Incluso, en algún punto lejano, que sintamos hasta pena por él.