‘GAUGUIN EN TAHITÍ: PARAÍSO PERDIDO’ O CÓMO RETRATAR UN PARAISO INEXISTENTE

‘La mente teme, la mente miente’. Lo podría haber dicho un filósofo clásico pero no. Lo dijo Kase.O (Javier Ibarra) junto a Kamel, un rapero francés de origen argelino. Francia, París, y, cómo no, las bellas artes. Eugène Henri Paul Gaugin (1848 – 1903) tenía París a sus pies. Ganó una fortuna como corredor de bolsa, provenía de buena familia, tuvo cinco hijos con Mette-Sophie Gad: una vida normal. Vida marcada por intentar salir de ésta misma, que le llevó a pintar  otros mundos, le llevó en busca del paraíso perdido; le llevó a las colonias;  la Polinesia francesa; le llevó a lo que su mente temía y al porqué le mentía; llevo a ‘Gauguin a Tahití: al paraíso perdido’.

El dominio del hombre sobre el hombre siempre ha sido una directriz con poca ética pero muy presente en el día a día. Para haber vencedores, siempre tiene que haber vencidos, al igual que para que haya paraíso, aunque perdido, tiene que haber infierno. Infierno que, para Gauguin, llegó a ser la ciudad de Paris; por su vida acelerada, por su idiosincracia ridícula, por su doble moral, por la vida en los burdeles de los hombres y el reclutamiento de las mujeres en sus hogares. 

Un infierno gauguiniano, París, que contrastaba con el resto de los ciudadanos ya que dicha metrópoli se situaba en un paraíso para la mayoría de personas acomodadas que la habitaban. Paraíso —en este caso de triste riqueza material— construido en la colonización del otro; del semejante pero del salvaje; del lejano y exótico. Una dominación basada en territorio, recursos y adquisición de mano de obra; basada, en definitiva, en la búsqueda de poder: obtención del conocimiento.

Esquema de pensamiento que, para Paul Gauguin, le sirvió para formar una familia, ganar mucho dinero como corredor de bolsa y entrar dentro de la clase burguesa francesa. Clase que abandonó, diez años después cuando dejó su empleo, para dedicarse a la pintura. Pintura que conllevó que su familia lo abandonara para marcharse a Dinamarca, de donde era originaria su mujer. Y, con estos abandonos, él abandonó París y dicho esquema de pensamiento.

Llegando a la Polinesia Francesa, allí descubrió el paraíso. Perdido en medio del océano pacífico, llegó al conocimiento del territorio, de los recursos y de la gente que habitaba las islas. Llegó a pintar unos colores vivos plasmando unos paisajes costumbristas relajados. Costumbres, las que pintaba Gauguin, que no gustaron nada en los círculos de las artes de París. Lienzos que, finalmente, romperían con dichas costumbres dando paso a un nuevo relato pictórico que los académicos de, cómo no, París y las bellas artes, dieron a conocer como ‘post-impresionismo’.

Claudio Poli nos muestra un juego de dominación y dominado donde todxs hemos jugado. Donde las principales piezas —territorio, recursos y personas— se entremezclan para generar algo, la diferencia está en el modo de mezclarlas. Nos muestra la vida de Paul Gauguin y, lo más importante, nos muestra cómo la vida de Paul Gauguin incidió en su entorno, en su idiosincracia y en mostrar ese mismo juego mencionado anteriormente. Un acercamiento a lo que hay detrás del lienzo, que es mucho.

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